El objeto artístico está rebasado por las emociones y ha sido
despojado de toda originalidad, pues (y aquí vuelve a dar en el clavo nuestro
compañero Santiago Martín) “ahora existen
infinidad de dioses y exuberancia de morales al servicio del consumidor” que le
ofrecen sin más, ese “caxupo amarillo de frío plástico” que busca suplantar al original
y que, con demasiada frecuencia, consigue saquear todo su sentido y valor,
provocando el vacío, la desilusión y el hartazgo.
Ante esta uniformidad, ante esta osadía de poner precio a
todo, solo nos queda la propuesta de El viejo boxeador, de los cantautores
Narwán, Kevin Johansen (que tan amablemente nos regaló Francisco Ayudarte al inicio de este
debate, para entrar en harina y centrar el tema) que no es otra que sentirnos
campeones al levantarnos tras cada una de las caídas, pues aún es posible
producir una literatura capaz de conservar su poder subversivo, una literatura que despierte
la capacidad de responder críticamente a la realidad, rompiendo lo cotidiano y
rescatando la ficción, para ofertar nuevos significados capaces de crear
disenso.
¿Cuál es el camino? ¿Habría que romper la estetización social
actual volviendo, por ejemplo, al teatro de la crueldad de Artaud o a la
narrativa de Montero Glez en “Manteca colorá”, como acertadamente nos invita
Macarmen (donde ética y estética son una sola a la hora de mostrarnos, de forma
descarnada, cómo la violencia y la tortura son el reflejo de una sociedad
cimentada en el odio) o tal vez lo más adecuado sería seguir las pautas del
teatro épico de Brecht o la fluida narrativa de G. Torrente Ballester en “
Filomeno, a mi pesar” mostrando un distanciamiento crítico que no influya
emocionalmente en el lector/espectador?.
Sea como fuere, la obra literaria, y el arte en general,
tiene la apremiante necesidad de gestar ese espacio literario donde ética y
estética posibiliten que el lector observe, seleccione, compare, interprete y
decida qué hacer con lo que tiene ante sus ojos y de qué forma aplicarlo a su vida; un espacio literario que sea capaz
de sacar al lector de su pasividad.
Con estas propuestas, o con las que en cada momento hubiere, el gran fracaso está en no lograr ese equilibrio etico-estetico que hace de un simple texto una obra literaria, capaz de remover en su asiento al lector/espectador sacándolo de su indiferencia.