BALADA TRISTE EN LA CIUDAD OLVIDADA

 



Ante el lienzo NIGHTHAWKS

de Edward Hopper

 

La ciudad olvidada tiene un rostro distinto cada día.

Un rostro de diluvio que llora frente a Wall Street,

o de caimán de cal y cieno que aúlla las noches de New York

o de ese negro y exprimido asfalto que mancha de sudor

las desgastadas calles de Harlem.

 

La ciudad olvidada sacia su voraz apetito

con el sueño febril de insectos

que se agolpan pesadamente en sus calles,

o con cansancio de puertas y ventanas

cegadas por el falso destello

de enormes bolsas de huracanes de frío

o con el mudo y marchitado recuerdo

de un techo de cristal donde mirarse,

donde enterrar los mil novecientos cuarenta y dos

ataúdes de cieno y amarillenta pez

que esconde en sus entrañas.

 

La ciudad olvidada es una gran pecera que ciega con su luz.

Los desterrados cocodrilos que la habitan

reptan en su interior con  extremado sigilo

bajo su macilenta piel de musgo putrefacto.

Sacerdotes borrachos de gloria bendicen cada encuentro

con el sudor de enormes incensarios de silencio.

Buscan el beneplácito de sus dientes

 y el vuelo inalcanzable de pájaros y bueyes arrastrados por la luna.

 

Semáforos en ámbar visten de hiel

los olvidados bulevares de Broadway;

marcan el paso monocorde de un latido carmesí

que dibuja el asfalto en sus ojeras.

Un latido que busca refugio

entre cascadas de alcohol y arena,

entre el silencio cruel de los desterrados cocodrilos

que habitan la pecera de luz que los acoge.

 

Un lívido latido carmesí, con arcos de sirena en el pelo

y estrellas de hojalata en el filo de su escote,

que busca su lugar entre enjambres de manzanas podridas,

que busca su lugar en el aplauso infiel de un escenario,

que busca y busca sin saber qué, entre serpientes trajeadas

que han mudado su rostro de cocodrilo

bajo la sombra gris de su sombrero.

 

Pero el latido carmesí aún no sabe… no sabe

que su eterna orfandad no ha terminado,

que las ortigas crecen con sus hojas punzantes invadiéndolo todo,

que los borrachos de caricias

abren desfiladeros de misterio  

sobre la enorme barra del bar de la pecera.

Porque lo que aún no sabe nadie.  

Lo que la luz, con su fugaz ceguera, ha querido ocultarnos,

es que los desterrados cocodrilos han muerto.

 

!Sí, su mirada opaca los delata!

Lo explica todo.

¡Ay, su mirada!

¡Ay, su mirada estremecida por el viento!

¡Ay su mirada vacua de vidrio y metal

colgada en la febril conciencia del que os habla.

 

Vacas marinas certifican la crudeza del óbito.

No hay esperanza. No la hay. Fue un disparo certero

que fracturó las duras escamas de su cuerpo.

Un disparo certero que acabó con destierros ancestrales

y cubrió de ceniza y frío su agonía.

¡Un disparo certero que nadie vio!

¿O tal vez sí y… calla?

 

Millones de miradas cubren con su vaho

el brillo ensangrentado del cristal de la pecera.

El camarero, pozo de agua fétida tras la barra,

finge sorpresa

y el miedo es una sierpe de mudez

en la profundidad de su garganta.

Estira levemente su cuello de avestruz y

… no dice nada.

Gira su temeroso rosto para encontrar consuelo y

… no dice nada.

Frota desesperadamente el cristal del último vaso y

… no dice nada.

Siente en su piel el gélido aliento de miradas torvas que se acercan y

… no dice nada.

¿Por qué? ¿existe una razón para el silencio?

tal vez…

¿por miedo a que su piel se vuelva negra?

¿por miedo al inquietante mugido de las vacas?

¿por miedo a que su pecho desborde de ternura?

¡por miedo, sí!

por miedo.

 

Busca entonces un hueco por donde huir,

una leve rendija que abrace su figura,

la piedad de un mendigo y su compaña.

Mas, no hay nada,

no hay nada y …

corre,

corre frenéticamente

atravesando barras y cristales,

atravesando escamas y mugidos de vaca,

atravesando el último latido carmesí 

que queda para siempre sepultado

en la enorme pecera de luz,

junto a los desterrados cocodrilos  

ocultos bajo el ala gris de su sombrero.

 

 

Una balada triste derrama su cadencia

por las desiertas avenidas de la ciudad olvidada.

Sacerdotes borrachos de consuelo bendicen sin pudor

las fracturadas pieles de los desterrados cocodrilos.

Sobre los olvidados arrabales de la noche

una insistente lluvia de lágrimas de fuego

despierta el último gemido de la luna.

 

 





BALADA TRISTE EN LA CIUDAD OLVIDADA